¿Son los virus malos por naturaleza?

¿Son los virus malos por naturaleza?

Fuente:MUY INTERESANTE ,16/03/2024 08:02 am

Por Muy Interesante 

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Imagen / Pexels / Anna Shvets

Los estudios más recientes revelan que en los océanos prosperan cientos de miles de especies de virus y que todas ellas juegan un papel determinante en el desarrollo de la vida y el clima de nuestro planeta.

La crisis de la covid-19 nos puso cara a cara con la realidad más fea de los virus. Pero ¿qué son exactamente esos entes diminutos capaces de extenderse como un incendio sin control entre organismos y provocar incluso su muerte? 

En una especie de limbo entre el mundo de los vivos y el de los inertes, los virus no son más que pequeños paquetes de material genético. Por sí solos, no cumplen ninguno de los requisitos para que se los considere algo viviente: no generan energía, no se alimentan, no crecen, no se reproducen, ni siquiera responden a estímulos. Pero el panorama cambia drásticamente cuando infectan una célula. Una vez en el interior de un hospedador, las partículas virales toman el control de toda la maquinaria celular. 

A partir de ese momento, la célula se transforma en una fábrica de virus que replica el material genético de estos, ensambla las proteínas que constituyen las cápsides que los protegen y dan origen a miles de nuevas partículas virales; un esfuerzo que, en última instancia, acabará con ella.

La pandemia del coronavirus ha sido la última catástrofe global causada por este tipo de agente patógeno, que años antes ya había dado varios avisos: el SARS, la gripe A, el ébola... Entre 1918 y 1920, la denominada gripe española se expandió por un mundo devastado por la guerra y causó cien millones de muertes, lo que suponía cerca del 5 % de la población del globo por aquel entonces.

 

Es lógico que la comunidad científica se centre tanto en estudiar los virus

Sin embargo, la inmensa mayoría no está ni remotamente interesada en nosotros. “Es gracioso; ni siquiera existiríamos si no fuera por ellos”, afirma el microbiólogo Curtis Suttle. Este profesor de la Universidad de Columbia Británica (Canadá) ha dedicado su vida a estudiar los virus marinos.

En 2010, su defensa a capa y espada de su inocuidad llamó la atención de la BBC, que se puso en contacto con él para realizar un documental. “Cuando me llamaron, les dije que aunque me bebiera un litro de agua de mar, con más virus que personas hay en la Tierra, no me pondría enfermo. Pues bien, ¡me obligaron a hacerlo!”, indica. 

El reto no tuvo consecuencias. Suttle nos cuenta que, aunque pocos bañistas son conscientes de ello, la inmensa mayoría de los seres vivos que habitan los océanos son imposibles de ver a simple vista. Eso sí, por ahora, poco o nada sabemos sobre muchos de ellos.

“En el pasado, cuando se estudiaba el agua del mar en el laboratorio, se obtenían solo dos o tres células bacterianas por mililitro.

Por ello, se creía que era un medio desprovisto de vida microscópica”, explica. Sin embargo, el desarrollo de mejores técnicas de análisis cambió con rapidez tal asunción. La metagenómica –una herramienta que implica extraer de las muestras obtenidas cualquier vestigio de material genético y secuenciar todos esos fragmentos para, de ese modo, descubrir qué seres vivos contiene– ofrece una nueva forma de estudio. 

A día de hoy, sabemos que el 94 % de todas las partículas en el agua del mar son virus, pero su abundancia solo empezó a hacerse patente a finales de los años 80, cuando Lita Proctor, una microbióloga que por entonces investigaba en la Universidad del Sur de California, decidió buscarlos de forma sistemática. “Lo mínimo que encontramos en el océano es un millón de virus por mililitro —aclara Suttle, que hizo su doctorado en el mismo laboratorio donde trabajaba Proctor—.

En las aguas costeras, la concentración puede llegar incluso a los diez millones. Por el contrario, en el océano profundo quizá haya entre 500 000 y 700 000. No obstante, las fuentes hidrotermales que se encuentran en esas zonas son en realidad fuentes de virus. De ellas emanan penachos cargados de estos microbios que puedes seguir hasta cien kilómetros”. 

Los estudios de Proctor ya habían sugerido que con tal cantidad de partículas flotando en el agua los virus podían jugar un cierto papel en la ecología del océano.

La clave reside en saber qué son y qué infectan, algo que solo ahora empezamos a atisbar. Por ejemplo, dondequiera que existan bacterias, proliferan los bacteriófagos o fagos. Puede que estos virus altamente especializados, cuyo aspecto se asemeja al de un módulo de alunizaje, sean las formas de vida más abundantes del planeta.

Tal como su nombre indica, se trata de comedores de bacterias y, según las últimas estimaciones, solo en el mar producen 1023 infecciones cada segundo, una cifra tan elevada que resulta casi imposible de imaginar. “Eliminan a diario entre un 20 % y un 40 % de los procariotas –los organismos unicelulares que, como las bacterias, carecen de un núcleo diferenciado– que habitan en la superficie del océano”, afirma Suttle. 

No solo mantienen a raya sus poblaciones; estas muertes liberan una gran cantidad de nutrientes. “La forma en que esto ocurre es muy importante —señala Suttle. Y continúa—: Que te coma algo es muy distinto a que te ataque un virus; este provoca una lisis celular, una rotura de la membrana que libera el material que se encuentra en su interior”.
 

Uno de los elementos que escasean en los mares es el hierro

El hierro es es básicamente insoluble en el agua. “Sin embargo, el que resulta de estos lisados celulares es orgánicamente complejo, soluble y puede ser absorbido por otros organismos. Es decir, la acción de los virus suministra un nutriente que es esencial para el funcionamiento del sistema —explica el científico. Y sentencia—: En la actualidad, no hay duda de que los virus son determinantes para los ciclos biogeoquímicos a escala global”. 

Sin embargo, según Suttle, este concepto ha tardado en aceptarse, porque, en general, “los oceanógrafos no saben mucho sobre virología”. De cada tres bocanadas de aire que tomamos, una proviene del mar. Gran parte de la vida microscópica que perdura en su superficie es fotosintética y, en su afán por sintetizar los azúcares de los que se alimenta, consume dióxido de carbono –se estima que unas tres gigatoneladas cada año– y genera la mitad del oxígeno del planeta. 

Cuando Proctor observó que los virus eran los responsables de la muerte de una enorme cantidad de bacterias, “ya se entreveía que también eran importantes agentes infecciosos de los protistas (entre ellos se incluyen las algas y los protozoos, por ejemplo), los principales responsables de la producción primaria de los océanos, esto es, de la producción de materia orgánica a través de la fotosíntesis o quimiosíntesis —asegura Suttle—. 

En la década de los años 70, Max Taylor, un experto en protistas de la Universidad de Columbia Británica, publicó un artículo en la revista Nature donde mantenía que los virus estaban infectando una especie de macroalga muy relevante desde el punto de vista ecológico. Sin embargo, por entonces se trataba de un hallazgo fuera de contexto, así que nadie le dio la importancia debida”.

“También existían imágenes tomadas con microscopio electrónico que mostraban células repletas de lo que parecían partículas víricas. Y, además, estaba el asunto de la desaparición de las floraciones de fitoplancton: recogías muestras de una zona atestada de microalgas y al día siguiente solo encontrabas en el agua tres cloroplastos. Todo ello en conjunto parecía indicar que los virus jugaban un papel notable en la regulación de las poblaciones del plancton protista”.

Con esto en mente, Suttle se dedicó a replicar los experimentos llevados a cabo por Taylor. Cuando confirmó lo que este había planteado, partió hacia el mar, en busca de más casos de infección viral en productores primarios.

 

Cuando la ecología se encontró con la virología

Al frente de un grupo de jóvenes científicos, que más tarde se convertirían en algunos de los primeros ecólogos especializados en virología, se topó entonces con unos resultados inesperados. La lógica dictaba que una infección viral capaz de aniquilar una floración de fitoplancton en veinticuatro horas tendría un efecto negativo en la fotosíntesis. Pero no siempre es así. En el golfo de México, el equipo encontró un afloramiento de Synechococcus, una diminuta cianobacteria responsable de casi el 25% de la producción primaria a nivel mundial.

Era la oportunidad perfecta para recoger muestras e investigar el efecto de los virus. 

Al contrario de lo esperado, cuando eliminaron a estos últimos, la fotosíntesis se detuvo. “Tardamos casi veinte años en publicar los resultados porque no teníamos ni idea de lo que estaba pasando”, reconoce. Lo que ocurría es que los virus infectaban a las bacterias heterotróficas –no fotosintéticas– y su muerte aportaba nitrógeno. “Las cianobacterias necesitan nitrógeno, lo absorben y aumentan la producción primaria. Así que los virus engrasan las ruedas de estos ciclos biogeoquímicos”.

Para Suttle, estos datos sugieren que si desaparecieran los virus del océano, la producción oceánica se vería muy mermada. “Los productores primarios son el alimento del zooplancton que, a su vez, lo es de los peces, y así sucesivamente, de modo que los efectos llegarían hasta lo más alto de la cadena trófica”, apunta.

 

Las cosas pocas veces son tan secillas

En 2016, un estudio impulsado por científicos de la Universidad de Warwick (Reino Unido) puso en tela de juicio la idea de que los virus siempre ayudan a la cianobacteria Synechococcus a fijar el carbono. Mientras que Suttle dio con un virus que atacaba a las bacterias heterotróficas, estos expertos investigaron los efectos de dos cianófagos –bacteriófagos que infectan a cianobacterias– en la fotosíntesis y, por tanto, en la consecuente fijación del carbono. Unas horas después de que se introdujeran los fagos en un cultivo de cianobacterias, esta última se vio muy reducida, independientemente de la cantidad de luz disponible. 

Resulta que “los virus son máquinas egoístas”, tal como afirmó David Scanlan, uno de los líderes de este trabajo. Aunque las cianobacterias seguían usando la radiación solar para generar energía con el mismo nivel de eficacia, no podían llevar a cabo las etapas posteriores de la fotosíntesis, durante las cuales utilizan esa energía para fijar carbono, transformándolo en azúcares. 

Los científicos estiman que los cianófagos pueden impedir la fijación de entre 20 millones y más de 5000 millones de toneladas de carbono cada año –esto último viene a equivaler al 5 % del carbono fijado a escala mundial–. Ello dependería de cuántas bacterias se infectan en un momento dado, algo que, de momento, se desconoce. Estos investigadores señalan que para comprender el funcionamiento del motor oceánico necesitamos determinar estos factores de crecimiento y pérdida. 

“Igualmente, si queremos entender el calentamiento global, debemos estudiar el sistema como un todo”, añade Andrew Millard, coautor del citado ensayo. “Tenemos demasiado CO2 en la atmósfera debido a la contaminación —coincide Suttle. Y añade—: Este gas se disuelve en el agua y, gradualmente, acidifica los océanos.

Sin embargo, es esencial para el crecimiento de los productores primarios. Cuando estos lo absorben, lo que sucede es que, a la larga, esas partículas se hunden; es lo que llamamos carbono exportado. En la profundidades, este queda atrapado durante miles de años, un proceso importantísimo para mantener el equilibrio de CO2 entre la atmósfera y el océano. 

Sospechamos que los virus cambian esa exportación de carbono. Las células lisadas y los elementos que las constituyen ya no se hunden, pero esto no tiene por qué ser algo malo”. Suttle y su equipo están convencidos de que la lisis acaba contribuyendo a que el carbono acabe en el fondo marino. “Nuestra hipótesis es que los virus reciclan la mayoría de los compuestos, pero no el carbono, que se acaba fusionando en partículas más grandes que luego se precipitan al fondo. Así que, en esencia, podría decirse que nos ayudan a lidiar con el problema del CO2”. 

El microbiólogo Matthew Sullivan, de la Universidad Estatal de Ohio (EE. UU.), apunta que en el futuro podríamos servirnos de los virus para reducir el carbono en la atmósfera. Para ello deberíamos ajustar su funcionamiento, de modo que condujesen más carbono hacia las profundidades. Pero aún estamos lejos de poder conseguir algo así. Los virus salados se parecen a la materia oscura que trae de cabeza a los astrónomos. Sabemos que están ahí y que son importantes, pero poco más.

La mayoría de los genes virales que se han venido recopilando no se habían visto antes, y no tenemos ni idea de qué hacen. Durante la última década, varias misiones científicas –entre ellas, la española Expedición Malaspina– han recolectado una gran cantidad de muestras, lo que ha arrojado algo de luz sobre este asunto. 

 

¿Es posible saber cuántos virus existen?

Para tratar de determinar el número de poblaciones de virus que viven en la superficie del océano, Sullivan y su equipo idearon un método que permite identificar nuevas especies mediante la comparación de los genes hallados en cada toma. Sus estudios, publicados en Science y Nature, determinaron que existen 5476 poblaciones distintas, una cifra que no solo aumentó notablemente el universo viral, sino que puso de manifiesto cuánto queda por descubrir.

Un cruce de los resultados con las bases de datos demostró que el 99 % de los virus hallados eran nuevos para la ciencia: de ellos, solo se conocían con anterioridad 39 poblaciones. Y aun así, Sullivan declaró que era “un número mucho más pequeño de lo que esperaba”. Estaba en lo cierto.

Un nuevo análisis de los datos recogidos por las expediciones Tara Oceans y Malaspina, publicado en la revista Cell, mostró que los océanos albergan más de 195.000 especies de virus, lo que indica que esta historia no ha hecho más que empezar.

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