Por El Strategos
Imagen / Pexels / Engin Akyurt
Ata tu vida a un objetivo, no a personas o cosas. En ello radica el sentido de valor de la vida y la posibilidad de trascender los límites que plantea la existencia física.
Albert Einstein decía: “si quieres vivir una vida feliz, átala a un objetivo, no a las personas o a las cosas”.
Son muy pocas las personas que trascienden más allá de su natural marco de espacio y tiempo. Pocas a quienes la historia y el interés colectivo les debe básicamente algo. Esto es así porque la mayoría desarrollan su vida en función de personas y cosas.
Desafortunadamente, las cosas y las personas tienen carácter transitorio, y alcanzan significado en tanto existen, provocando luego un vacío doloroso.
Cuesta entender que uno sólo puede considerarse dueño de su propio destino, de su capacidad de ser y hacer. Las cosas y personas que aparecen en el camino son producto de esto, no causa o motivo. Por la capacidad de ser y hacer, la vida premia con cosas que pueden poseerse, y personas con las que se las puede compartir. La relación no es inversa.
Existen leyes naturales que no pueden desconocerse. Y dos de ellas justifican la afirmación de Einstein: la primera está asociada a las “cosas”. Al hecho que ellas se pueden ganar y también perder.
En la vida se gana y se pierde proporcionalmente. Nadie está predestinado a ganar siempre o a perder en todos los casos.
La victoria se explica en la capacidad de sobreponerse a la derrota. No gana quien no ha perdido, y no pierde quien no ha ganado alguna vez.
Hay que sostener la dinámica con naturalidad y buen ánimo. Encarar el juego con la intención específica de ganar y aceptar la derrota como beneficio para el futuro. El valor se encuentra en el proceso, no en el fin.
La segunda ley natural está vinculada a las personas y su esencial libertad.
Nadie es dueño de otras vidas, ninguna persona le pertenece a otra. Todas están apenas habilitadas para conquistar, con esfuerzo, el cariño, amor, amistad o lealtad de los demás. Cada persona es una individualidad milagrosa y se debe esencialmente a sí misma.
Fundamentar el sentido de la existencia propia en términos de la vida de los demás es un acto vano.
Puede entenderse como un objetivo de vida “vivir para los demás”, pero esto es diferente a “vivir en función de los demás”. Esto incluye de manera especial a seres queridos: familia y amigos. Ellos son dueños de su propio destino y cada uno tiene derecho sobre el objetivo que quiere alcanzar en su vida. De aquí proviene la demanda: “ata tu vida a un objetivo, no a las personas”.
La necesidad de trascender se explica en la posibilidad de vivir la vida más allá de las cosas o de las personas con las que ésta premie.
La trascendencia es una función de los OBJETIVOS que el hombre plantea para su vida. El proceso de conseguirlos condiciona la relación final con las cosas y las personas.
Para tener éxito en alcanzar un objetivo, se debe sostener relaciones equilibradas y productivas con los demás.
El viaje por la vida no es una travesía carente de dificultades y obstáculos. Y la labor para vencerlos no está al alcance del hombre solo, más bien de aquél que ha conseguido un mínimo equilibrio en sus relaciones interpersonales. Ninguna virtud o habilidad es suficiente para alcanzar un objetivo si no se encuentra acompañada de estabilidad y armonía en las relaciones familiares y sociales.
La influencia de las relaciones sobre cada objetivo de vida se explica, además, de “adentro hacia afuera”. El condicionamiento proviene de la estabilidad que se alcance en las relaciones más cercanas: el matrimonio, los hijos, padres, hermanos, las amistades y el conjunto social próximo.
El orden es vital para el equilibrio.
Poco se avanza si se sostienen relaciones apropiadas con la comunidad y no con la familia, con las amistades y no con los hijos. O si ésta última es adecuada pero no así la relación matrimonial. La armonía en las relaciones interpersonales es como una espiral en la que se parte del núcleo y de allí se avanza.
De todas las relaciones, posiblemente la más delicada se encuentra en el centro mismo de ésta espiral: el matrimonio.
La relación de pareja es determinante para alcanzar cada objetivo que se establezca en la vida. Un matrimonio que carezca de equilibrio impide alcanzar objetivos en tiempo y forma. Esta relación es aún más sensible que la que se sostiene con los hijos. Dado que con ellos la responsabilidad es temporal y está condicionada por aquella.
En tanto que nadie puede elegir el seno familiar en el que nace, la relación de pareja sí está sujeta a elección. La persona que tiene una visión de la vida fundamentada en objetivos y no en cosas o personas, “elige” con criterio a la pareja, y construye con ella una relación que se ajusta a un objetivo común de vida.
Estas afirmaciones obligan a contextualizar el propio significado del amor. Porque lo colocan por fuerza en una dimensión superior. Allí donde no sólo se explica como un compromiso emocional, sino como vínculo al concepto integral de la vida.
El amor, en su dimensión superior, parte específicamente del amor propio. Amor por lo que se es, por lo que se hace y por lo que se quiere.
Desde allí se proyecta hacia los demás y culmina en un amor natural hacia la vida.
El amor mal entendido es causa de las mayores frustraciones. Quién no tiene primero amor por sí mismo es una persona carente, en esencia incapaz de “dar”. Y lo mismo aplica para quien no tiene objetivos y metas con las que pueda justificar su propio valor.
Bien decía Oscar Wilde que “amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida”.
Por todo esto emerge la demanda: “ata tu vida a un objetivo, no la condiciones en función de los demás”
El sentido de la vida asociado a las “cosas” es más triste. Porque éstas siempre debieran ser un medio y no un fin.
El éxito no se mide en términos de la acumulación de “cosas”. Es más bien una función de la “capacidad de producción” que tienen las personas.
La acumulación de cosas que no se asienta en una sólida capacidad de producirlas es frágil y efímera. El valor se encuentra en quien produce, no en el producto. El mérito y la satisfacción de “tener” se alcanza merced al proceso, esfuerzo, capacidad y habilidad de generar “cosas”.
Ahora bien, no es malo “tener cosas” o aspirar a tenerlas, porque constituyen una medida de la productividad que se tiene y contribuyen a la calidad de vida. Pero cuando “las cosas” se transforman en objetivo central, pierden su valor. Porque someten la “capacidad de producción” a criterios cuantitativos indolentes. Y propician el surgimiento de personas dispuestas a hacer “lo que sea necesario” para adquirir y acumular cosas.
Invariablemente esto concluye estableciendo un circuito irresponsable y corrupto de vida. Uno que altera el equilibrio básico de productividad y relacionamiento con los demás.
La trascendencia es un imperativo que le está planteado al hombre como factor de distinción con las demás especies.
Sin ella, el mismo estado en el que hoy vive no hubiera sido posible. El progreso y desarrollo son producto del deseo de trascender más allá de los límites que define una condición animal.
El valor de UNA vida, el milagro de existir, no puede exigir pagos menores.
Existen hombres que han trascendido generaciones y establecido hitos históricos. Pero también hay quienes en su trascendencia han marcado UNA vida o UN momento. Ambos han cumplido consigo mismos y con la humanidad.
La antítesis de la trascendencia es la mediocridad, y ella está extendida en aquél que no ata su vida a un objetivo. Porque probablemente la mejor definición de mediocridad no esté relacionada a lo que se ES, sino a lo que no se quiere SER.
El universo de la mediocridad está compuesto por innumerables individuos “conformistas” que inician y terminan cada día de vida siempre igual, sin penas ni alegrías, victorias o derrotas. En la comodidad tediosa del gris.
Quién trasciende va más allá de sí mismo, de las personas que lo rodean y las cosas que tiene o puede acumular. Cumple objetivos anclados en la profundidad del tiempo. De esta manera manifiesta su fe en el porvenir, lo que de hecho constituye una oda a la vida.
Curiosamente son estas mismas personas las que más alegría dan a quienes están cerca y más cosas terminan por acumular.
Ata tu vida a un objetivo, no a personas o cosas.
Le puede interesar:
Propósitos vs objetivos. ¿Cómo dirigir el cerebro hacia nuestros objetivos?