Por Carlos Nava Condarco
Andrea Piacquadio
La victoria debe ser arrebatada al mayor fracaso. Mientras más grande sea aquella, más alto será su precio, en tanto mayor el éxito, más importante su costo. La vida no dispone sus favores gratuitamente, es indispensable conquistarlos. Cada fruto debe pagar su semilla, el esfuerzo de la siembra y el beneficio de su cosecha.
Y la vida no es, por supuesto, un hueso fácil de roer. Tiene reservado premio para pocos, para unos cuantos que poseen el carácter para pagar el precio que demanda.
A la vida no le arrebata galardones aquel que más sabe, ni el que más experiencia tiene. De la vida toma lo mejor el hombre de carácter, quién tiene disposición y ánimo para encajar las derrotas más dolorosas, las frustraciones más grandes, los mayores sacrificios.
Aquél que atraviesa tempestades con dientes apretados y rostro sereno, angustia en cada vértice del cuerpo, pero disposición intacta. La vista fija en el objetivo y el sentir anclado en el solaz de los sueños.
La victoria le debe ser arrebatada al mayor fracaso. No puede ser alcanzada por alguien que nada sabe de la derrota, es imposible. El triunfo que no conoce el dolor de la adversidad es frágil y solo colma las expectativas del mediocre.
La victoria más grande reposa en el “fondo de la piscina”, allá donde reina la oscuridad, el color de las desventuras e infortunios.
A quién conoce de ésas profundidades pocas cosas lo atemorizan, y todo lo llama al agradecimiento. Allí, éste individuo construye sus conocimientos, los convierte en sabiduría, en sana conducta y juicio prudente.
Existen las “victorias de papel”, como hay las lloviznas que espantan al flojo y lo llaman a reposo. Pero ésas victorias son efímeras. Carecen de sustento y se disipan tan rápido como se han formado. Tienen el mismo beneficio que la garúa para la siembra: pobre y distante reflejo de la lluvia.
Existen también victorias más sustanciales, cual medallas de plata y bronce para reconocer al que no llegó primero. Muchos suponen que en esto hay mérito, porque la distancia a la gran victoria fue corta, pero un abismo separa al que triunfó de aquellos que “casi” lo hicieron. Éstos últimos sienten el mismo pesar que quien apenas hizo esfuerzo.
La victoria le debe ser arrebatada al mayor fracaso porque éste es el que le otorga valor.
Algo separa la victoria parcial del triunfo completo. Algo diferencia el éxito genuino de aquel que presume originalidad. Ése algo es lo que el hombre encuentra y vive en el “fondo de la piscina”. El torbellino de emociones que genera el fracaso profundo, la adversidad repetida, la necesidad.
La angustia de ver los sueños empañados, el juicio de los demás, la incredulidad del medio. La duda que acompaña el pan de cada día, el cansancio profundo que hace gemir los huesos. El llanto que se esconde tras el orgullo castigado, el sufrimiento de los que se quiere y acompañan inocentes el proceso.
Todo eso forma en el hombre el deseo de la victoria completa. Le proporciona el milagroso lubricante que permite que cada engranaje del éxito funcione: el agradecimiento.
No hay victoria total que no eche raíz en el gracias, en el reconocimiento humilde de la bienaventuranza, en el aprecio sentido de la fortuna.
Así como poco sabe del valor de un pan quién nunca ha sufrido su falta, poco sabe del agradecimiento por las cosas buenas que se consiguen en la vida, quién no ha sentido su ausencia.
En el “fondo de la piscina” se conoce la humildad, y a ella se sujeta el hombre victorioso cuando alcanza la cima. Y por efecto de la humildad, su victoria es de beneficio para los demás.
En el “fondo de la piscina” se conoce la naturaleza de todos. La de quienes solo comparten el vino de la celebración y la de aquellos que alcanzan un vaso de agua en el infortunio. Así, conociendo la naturaleza de los hombres, quien triunfa ya no se equivoca en el juicio que forma del resto.
La victoria le debe ser arrebatada al dolor del fracaso.
En el “fondo de la piscina” se conoce el amor, porque éste abreva siempre en el amor propio, y sólo éste permite superar la prueba.
En el “fondo de la piscina” se descubren las artes del dominio propio y así se sujeta al enemigo mayor, ése que cada día acecha desde el espejo.
En el “fondo de la piscina” se conoce finalmente, y de cerca, el miedo. Allí se lo mira a los ojos, muchas veces en soledad, se lo mide, se lo toma por las astas y se lo somete.
En el “fondo de la piscina” se disuelve el orgullo como un helado al sol, igualmente el juicio fácil y el afán por la crítica ociosa. Luego, el hombre se convierte en dueño de un equilibrio que le permite liderar y no ser arreado.
En el “fondo de la piscina” se ciernen los sueños e ilusiones. y solo quedan las más grandes.
Todo esto forma el carácter que no solo merece la victoria, más bien el que está destinado a encontrarla, porque ha pagado el precio que la distingue del triunfo efímero.
Porque finalmente nada existe más allá del “fondo de la piscina”. Solo el camino para arriba, al aire puro y fresco, a la claridad, a la meta, a la victoria.
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